15 julio, 2010

La navidad de un Cazador Oscuro

Gallagher, Cazador Oscuro

Nacido a finales de siglo, su llegada al mundo sirvió para sumir un poco más en la miseria al matrimonio de inmigrantes irlandeses que resultaron ser sus padres. James Cameron Patrick Gallagher nació resentido. Y las circunstancias no mejoraron cuando su madre dio a luz en la parte trasera de la fábrica donde trabajaba como una esclava –lugar que debería haber sido declarado como edificio en ruinas-, y que fuese una mujer tímida y quejumbrosa que tuvo que volver al trabajo pocas horas después de haber entregado al bebé en brazos de un padre nervioso y alcohólico; un padre que se caracterizó por no prestar ninguna atención a su hijo –cuando tenía un día bueno- y por mostrarse bastante violento -en sus peores momentos. Jamie pasó la mayor parte de su vida, desde el momento en que sus pulmones se llenaron de oxígeno al nacer, luchando por un poco de respeto. Luchando por salir de la pobreza que le perseguía mientras crecía en los suburbios, donde se hacinaban los irlandeses en Nueva York. A los quince años, encontró el modo de escapar.
Corría el año 1916; para Jamie fue un año crucial, ya que sucedieron dos importantes acontecimientos: su padre murió tras caer borracho al río mientras regresaba a casa después de tres días de juerga y borrachera; y dos semanas más tarde, comenzó a trabajar para el famoso gángster Ally Malone. Y de este modo pudo dar de comer a su madre y a sus ocho hermanos pequeños.
Se convirtió en uno de los gorilas de Malone; el gángster le enseñó formas de ganar de dinero que hicieron sangrar las rodillas de su pobre madre, tras los incontables rosarios que rezó por el alma de su hijo una vez que se enteró. Para Jamie todo iba bien. Su nuevo estilo de vida le permitía comprar almohadones de seda para las desgastadas rodillas de su madre, que en lugar de rezar con un rosario de madera barata, lo hacía con uno de marfil y oro. El mismo que le arrojó a la cara el día que se enteró de la verdad sobre su hijo.
Jamie no era un muchacho inocente, nadie se aprovechó de él ni lo llevó por el mal camino. Él se encargó de todo. A los veinte años ya era un despiadado matón que había que tener en cuenta.
Repudiado por su madre, había conseguido un trabajo respetable para uno de sus hermanos menores, Ryan, que de este modo podía mantener a su familia, sin que su madre supiese que seguían siendo los sucios negocios que él controlaba, los que les daban de comer. Había aprendido a endurecer su corazón y no se preocupaba por nada ni por nadie.
Se convirtió en Gallagher; un hombre al que no se le conocía otro nombre, y que no dejaba que nadie se le acercara. Un hombre hecho de hielo y piedra. Hasta el día que Rosalie llegó a su vida y resquebrajó su coraza de granito.
La chica, hija de inmigrantes portugueses, caminaba de regreso a casa tras un día completo de rezos. Jamie se tropezó con ella por las prisas que llevaba. Perseguía a un “socio” que necesitaba cierta “atención”. Era una gélida tarde de invierno en la que la nieve caía con profusión sobre la ciudad. El 11 de febrero de 1924. La fecha quedó grabada en su corazón y en su mente para toda la eternidad. En el instante en que Rosalie posó sus oscuros ojos marrones sobre él, sintió que todo su cuerpo era consumido por las llamas. Por primera vez en años, sintió algo más que el frío y ciego odio.
— Lo siento mucho —musitó ella con su exótico acento, mientras acariciaba con suavidad el costoso traje hecho a medida—. No le vi, la nieve…
— La culpa ha sido mía —se apresuró a corregirla. Sin duda, cualquier otro hombre en la misma situación la habría golpeado, o como poco gritado. La idea despertó una oleada de furia en él que no supo comprender. Era una completa extraña y, aún así, le despertaba un fiero instinto de protección. Y había conseguido su respeto. Dos sentimientos que nunca había relacionado con las mujeres.
— ¡Rosalie! —Espetó su madre al volver a por ella— No hables con ese hombre. No debes hablar con ellos, ¿cuántas veces tengo que repetírtelo? —La cogió del brazo mientras dirigía a Gallagher una mirada suplicante y sumisa— Perdone a mi hija, senhor. Es joven y atolondrada.
— No pasa nada, senhora —se apresuró a contestar. Y miró los ojos de Rosalie, abiertos de par en par. Era realmente hermosa. Llevaba el pelo negro recogido alrededor de la cabeza en una gruesa trenza. El velo con el que se cubría en la iglesia había resbalado por el encontronazo. Sus ojos oscuros tenían una mirada inocente y pura. La sangre y la violencia, siempre presente en la vida de Gallagher, no la habían tocado. Lo que más le impactó fue esa mirada cariñosa. No quería que nada la enturbiase, que nada la hiciera endurecerse o enfriarse. Que no llegase a mostrar nunca amargura. Como la suya.
— ¿Me da permiso para cortejar a su hija? —preguntó antes de poder detener la lengua.
El rostro de la señora dibujó una expresión de completo horror. Los irlandeses blancos no cortejaban a las portuguesas. La sociedad no toleraría tal cosa.
— No —contestó bruscamente, apartando a su hija de él y llevándosela medio a rastras.
Jamie podría haber tomado ese “no” como una respuesta definitiva. Gallagher no lo hizo. Le costó más de cien dólares en sobornos localizar a Rosalie, pero ella merecía cada centavo. Sin tener en cuenta la opinión de los padres de la chica, de sus socios y de la sociedad en conjunto, se casó con ella el 17 de junio de 1925. Sólo Rosalie llegó a conocer a Jamie, al verdadero. Al que murió intentando llegar al hospital mientras ella luchaba por dar a luz a su primer y único hijo en otra noche fría de intensa nevada, pocos días antes de su treinta y tres cumpleaños. Sabía que las autoridades iban tras él, sabía que tenía un topo en su compañía aún cuando estaba intentando enmendarse. Pero nada de eso importaba en aquel momento. Rosalie le necesitaba y no quería defraudarla. Esa decisión le costó la vida.

Nueva Orleáns, setenta años más tarde.
Gallagher frunció el ceño ante el hormigueo que se extendía por la parte baja de su espalda. Hacía años que había aprendido a distinguir esa sensación como la señal de la proximidad de un Daimon. Giró hacia una calle lateral y aparcó su Bugatti Atlantic Aerolithe, modelo exclusivo de 1932. ¡Sí! La sensación persistía, aún más intensa que segundos antes. Salió del coche y se detuvo para orientarse. En los últimos setenta años sólo había estado en Nueva Orleáns en un par de ocasiones y, aunque la ciudad no había cambiado mucho, le llevó unos cuantos minutos recordar el emplazamiento del Barrio Francés. La luz de la luna se filtraba a través de las verjas de hierro forjado cubiertas de enredaderas, e iluminaba los viejos ladrillos rojizos de los edificios. Hasta él llegaban los ecos de risas lejanas, música y, cómo no, el sonido del tráfico. Aguzó el oído en busca de una señal que le indicara la posición de los Daimons. Y fue entonces cuando se escuchó un agudo chillido.
Se apresuró a seguir el sonido, y acortó el camino utilizando los callejones traseros hasta encontrar a una joven cerca de un contenedor, rodeada de cuatro Daimons varones y un quinto que ya había hundido los colmillos en su cuello. Gallagher se precipitó enloquecido hacia ellos. Tres de las cuatro criaturas huyeron, pero el que se alimentaba soltó a la joven para hacerle frente. Ambos le atacaron al unísono, pero no consiguieron nada. Un par de golpes bien colocados y unas rápidas puñaladas en mitad del pecho y los Daimons fueron historia.
Corrió hacia la chica y se arrodilló a su lado. La giró con delicadeza y descubrió que no tendría más de veinte años. Tenía el aspecto de una colegiala perdida, separada de sus amigas. Gallagher maldijo al destino que la había puesto en el camino de los Daimons. Afortunadamente, aún estaba viva, aunque le costaba un enorme esfuerzo respirar. Sacó su pañuelo, con la inicial de su nombre bordada, y lo presionó con fuerza sobre la espantosa herida para detener la hemorragia. La alzó en brazos con presteza y la llevó hasta el coche para trasladarla, a toda carrera, al hospital más cercano. Resultó ser el Hospital Universitario de Tulane. Llegó justo a tiempo, unos cuantos minutos más y hubiese sido demasiado tarde para la chica. Gracias a Dios que había sentido la presencia de los Daimons al atravesar la ciudad.
Gallagher se dirigió con ella en brazos hasta la sala de urgencias, donde descubrió con rapidez que el personal sanitario no estaba muy dispuesto a admitir a mujeres desconocidas que llegaban acompañadas de un extraño cubierto de sangre.
— Mire —se dirigió bruscamente a la recepcionista, una rubia muy peinada que inmediatamente le recordó a un pitbull encrespado—, la encontré en un callejón. No llevaba monedero ni bolso, y no la conozco de nada, pero si me da un teléfono llamaré a alguien que se encargará de pagar la factura, ¿vale?
Una vez que puso en contacto a la recepcionista con Nick Gautier, y se aseguró de que atenderían a la chica, se permitió respirar hondo. Por supuesto eso, fue antes de la buena señora le echara encima a las autoridades y tuviese que pasar las siguientes dos horas en una sala de reuniones del hospital, contestando preguntas a los polis de Nueva Orleáns. No se retiraron hasta que Nick Gautier y Kyrian Hunter hicieron acto de presencia. Por lo visto, Kyrian era bastante conocido y respetado entre la policía, tanto como para que el rubio ex-general griego pudiese interceder por él.
— ¿Estás bien? —le preguntó mientras salían de la sala de conferencias.
— No mucho —musitó Gallagher. Y lanzó un fiero gruñido a los polis que se marchaban en aquel momento—. Habiendo sido abatido en una emboscada de los Hombres de Azul, mi simpatía hacia ellos es la misma que tú sientes por los romanos.
Nick, que era tan alto como Gallagher y que tenía la engañosa apariencia de ser un tipo agradable, les seguía unos pasos más atrás.
— A mí no llegaron a dispararme, aunque un par de ellos lo intentaron en una ocasión. Debo decir que comparto tu desprecio.
Gallagher les dio las gracias por la ayuda y se disculpó. Nunca había sido muy dado a mantener una conversación y, aunque los dos hombres le habían prestado un gran apoyo, lo único que quería era estar solo un rato. No es que tuviese algo en contra de ellos, pero prefería su propia compañía. Le dejaron en la sala de espera del hospital, tras hacerle una clara indicación de que volviese a llamar en caso de necesitarles de nuevo. Cuando al fin se quedó solo, deambuló por el hospital. Necesitaba estar seguro de que la chica sobreviviría. Ansioso e incapaz de permanecer sentado mientras la atendían, comenzó a vagar por los pasillos sin apenas ser consciente de lo que hacía. El lugar estaba profusamente adornado, acorde con las fechas navideñas. Las guirnaldas verdes y rojas, junto con las flores de pascua, añadían un toque de calidez al aséptico color blanco. Un par de enfermeras y dos jovencitas le dirigieron unas provocativas sonrisas al verle pasar. El efecto que ejercía sobre las mujeres siempre era el mismo. Sus ojos oscuros, pelo negro y metro noventa y cinco de altura, sumados a sus músculos y su actitud distante, llamaban irremediablemente la atención de las damas. Pero no lo utilizaba a su favor; jamás lo había hecho. Las proposiciones que recibía y las constantes miradas no eran más que pormenores cotidianos. Y, aunque estuvo a punto de sucumbir a la tentación en un par de ocasiones a lo largo de los años, nunca tocó a otra mujer que no fuese su esposa. La había respetado durante todos los años que había permanecido en este mundo. Podía haber roto todas las leyes estipuladas en los libros, pero nunca había roto una promesa. Especialmente si se la había hecho a un ser amado. Aún después de la muerte de Rosalie, varios meses atrás, no sentía deseos de acariciar a ninguna otra mujer. Gallagher les sonrió, inclinó la cabeza a modo de saludo, y continuó su camino.
No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que había llegado al ala de pediatría, y al reconocer el lugar, se le retorció el estómago. En una ocasión había esperado llegar al hospital a tiempo para ver a su hijo. Pero no llegó nunca. Sin pensar, y a toda carrera, había salido del edificio donde se encontraban sus oficinas como un loco hacia su coche; y antes de darse cuenta de lo que ocurría, se vio rodeado de policías. Gallagher, que jamás había pedido nada a nadie sin devolvérselo más tarde multiplicado por diez, levantó las manos. Por Rosalie, se habría entregado gustoso. Pero en lugar de escucharle, le habían disparado como a un animal rabioso.
Incapaz de soportar los recuerdos, estaba a punto de darse la vuelta, cuando algo extraño captó su atención. Había una chica con aspecto de elfo, disfrazada de Papá Noel, con una falda minúscula y unas medias a rayas blancas y rojas que desaparecían bajo un par de desgastadas botas militares negras. Estaba cantando para un grupo de niños y su voz rivalizaba, por su belleza y armonía, con los coros celestiales. Era alta y, de una forma estrafalaria, extremadamente atractiva. Su aspecto era muy extraño; tenía los ojos marrones con un brillo rojizo que les daba un matiz espectral, posiblemente llevara lentes de contacto; sus orejas eran puntiagudas y su negra melena estaba salpicada de mechones color caoba.
Pero lo que le dejó anonadado fue el hombre que la acompañaba: Acheron Parthenopaeus. El ensalzado líder de los Cazadores se encontraba sentado en el suelo y rodeado de niños mientras tocaba una guitarra y acompañaba a la mujer que cantaba. La imagen dejó a Gallagher totalmente perplejo. Durante todos los años de relación con Ash, jamás le había visto tan relajado. Normalmente, Acheron mantenía una imagen decididamente fría y letal. Su apariencia advertía a todo aquel que se acercase que guardase las distancias si quería seguir con vida. Pero ése no era el Ash que estaba delante de él en aquellos momentos. El hombre que estaba sentado en el suelo tenía todo el aspecto de un niño, amigable y accesible. Aún llevando sus inseparables gafas oscuras, la expresión de su rostro era amable y sincera. ¡Demonios! Si hasta estaba sonriendo, cosa que en Ash hubiese parecido imposible. Y lo que era más extraño, al contrario que el resto de los Cazadores, no tenía colmillos… Gallagher frunció el ceño, juraría que se los había visto en alguna ocasión; pero en ese momento, mientras ofrecía su sonrisa a los niños invitándoles a jugar, no había rastro de ellos. Su voz profunda se mezclaba con la de la chica al entonar la canción “Pon un poco de amor en tu corazón” de Jackie Deshan.
— ¡Vaya! Esta estampa no se ve todos los días, ¿no es cierto? Dos siniestros punkies en mitad de una fiesta para niños enfermos.
Gallagher se giró y vio a una doctora afroamericana de mediana edad, justo a su lado. Parecía cansada pero sinceramente divertida por el espectáculo que Ash y su ayudante élfica habían montado para los niños.
— No lo sabe usted bien —contestó a la doctora.
La mujer le sonrió.
— He de admitir que me costó acostumbrarme a ellos cuando empecé a trabajar aquí, hace ya algunos años. Pensé que me estaban tomando el pelo cuando me hablaron del Siniestro Ángel de la Guarda y su fundación para niños.
Gallagher arqueó una ceja ante el apodo.
— ¿Eso significa que suele venir mucho por aquí?
— Cada dos o tres meses. Siempre trae regalos para los niños y para el personal; y una vez los ha repartido, se dedica a jugar con los pequeños durante un rato.
Gallagher no podía estar más perplejo. Igual de asombrado se hubiera mostrado si la doctora le hubiera dicho que Ash se dedicada a reducir el hospital a cenizas de tanto en tanto.
— ¿De verdad?
— ¡Sí! Creemos que es un tipo rico que necesita hacer obras de caridad. Lo más sorprendente es que su presencia consigue que los niños permanezcan tranquilos; su presión arterial disminuye, y no es necesario suministrarles ningún tipo de analgésico mientras dura su visita. Y una vez se va, duermen pacíficamente durante horas. Y lo mejor es que los pacientes del ala de oncología experimentan una mejoría que les dura semanas. No sé exactamente qué hay de especial en él, pero consigue que sus vidas sean bastante más agradables.
Él lo entendía perfectamente; aunque Ash podía ser temible, había algo en el Atlante realmente reconfortante. Pero que el demonio se lo llevara si sabía decir qué era.
Supo el momento exacto en el que Acheron sintió su presencia. Vio cómo el velo caía nuevamente sobre su rostro, el humor desaparecía y el Cazador adoptaba una actitud visiblemente tensa. Ash se había transformado en el despiadado y feroz líder de los Cazadores que él conocía tan bien.
Tan pronto como la canción llegó a su fin, Ash le tendió la guitarra a uno de los niños y se disculpó. Se puso en pie y abandonó la sala con su característico andar de pasos largos, ágiles y elegantes, tan semejantes a los de un depredador. En contraste con la chica-elfo, Ash iba vestido totalmente de negro; llevaba unos vaqueros, un jersey de cuello alto y una chaqueta de cuero. Su rostro tenía una expresión indescifrable según se acercaba a él con los brazos cruzados delante del pecho. Pero Gallagher aún seguía viéndole la gracia a lo que acababa de presenciar.
— Vaya, vaya. San Ash, ¿quién iba a decirlo?
Acheron ignoró el comentario.
— ¿Qué haces en Nueva Orleáns?
Gallagher se encogió de hombros.
— Pasaba por aquí.
Tras las gafas de sol, una de las cejas de Acheron se alzó.
— ¿Pasabas por aquí? La última vez que miré donde quedaba Chicago aún se encontraba al norte de Baton Rouge, no al sur.
— Lo sé; pero como estaba cerca, decidí detenerme en el Santuario y desear felices fiestas a todos.
Ash podía leer los pensamientos del irlandés, y dejó que todas sus emociones le inundaran. Su esposa había muerto, debido a su avanzada edad, el último verano, y Gallagher había acusado mucho el golpe. Tan pronto como Ash supo de la muerte de Rosalie, acudió junto a él para comprobar su estado, y descubrió que había infringido el Código de Conducta visitándola en el hospital. Decidió hacer la vista gorda ante la falta; puede que no hubiese conocido el significado del amor humano, pero comprendía a aquéllos que habían tenido la dicha de experimentarlo.
Si a este hecho se añadía que el Escudero asignado a Jamie se había retirado en octubre, y aún no se le había asignado ningún otro, se entendía por qué las Navidades en Chicago se presentaban como una perspectiva muy solitaria para un hombre que había vivido su existencia mortal rodeado de una familia numerosa y multitud de amigos.
— Te propongo una cosa: puesto que ya estás aquí, ¿por qué no te quedas hasta después de Año Nuevo?
Jamie hizo una mueca burlona ante el comentario.
— No necesito tu compasión.
— No es compasión. Es una orden. Ya que Kyrian está retirado, a Talon le vendría muy bien que alguien le echara una mano. El ambiente suele alborotarse mucho en esta época del año. Muchos Daimons se mudan al sur en busca de un clima más cálido y de las multitudes que celebran en la calle la llegada del Año Nuevo.
Gallagher no se tragó la explicación de Ash; tenía el presentimiento de que el hombre estaba intentando simpatizar con él, y eso no le hacía ninguna gracia.
— ¿Te has metido algo o qué pasa contigo? —pero antes de que Ash pudiese contestar, la chica-elfo salió de la habitación con un pequeño apoyado sobre la cadera.
— ¿Akri? —Se dirigió a Ash con aquella voz cantarina— ¿Puedo quedarme con éste? —Le preguntó mientras daba unas palmaditas a la pierna rechoncha que quedaba a la vista bajo el camisón del hospital— Mira, él come bien. Mucha grasa aquí.
El moreno pequeñín se rió a carcajadas.
— No, Simi —contestó Ash terminantemente—. No puedes quedarte con el bebé. Seguramente, su madre lo echaría en falta.
Ella hizo un puchero
— Pero quiere venir a casa con Simi. Me lo ha dicho.
— ¡Sí! —Gritó el niño con entusiasmo— Scotty quiere ir a casa con Simi.
— ¿Ves?
— No, Simi —repitió Ash.
Ella se mostró enojada con él.
— No Simi, nada de comida. Siempre dando la lata. ¿Tu papá también te regaña? —le preguntó al pequeño.
— No —contestó mientras tiraba de uno de los cuernos rojos y negros que sobresalían de la cabeza de Simi.
Ash suspiró.
— Simi, lleva al niño dentro.
Ella se movió colocándose delante de él.
— Vale, dame un beso y me voy.
Ash miró a Gallagher con una expresión que delataba su incomodidad, y de nuevo miró a la chica.
— Delante del Cazador no, Simi.
Simi miró a Gallagher haciendo un extraño ruidito, parecido al de un animal.
— Simi quiere un beso, akri. No me iré hasta que no me lo des. Esperaré durante un siglo. Y sabes que soy capaz.
Decir que Ash parecía irritado era quedarse corto. Gruñendo, se inclinó sobre la chica y la besó en la frente. Ella sonrió muy orgullosa.
— Te quiero, akri.
— Yo también, Simi —ella ensanchó aún más su sonrisa y se alejó trotando alegremente con el niño.
— ¿Quién es ella? —Preguntó Gallagher— No, la pregunta correcta es: ¿qué es?
— En pocas palabras: no es asunto tuyo.
Gallagher se hacía muchas preguntas sobre la chica, especialmente le interesaba el hecho de que quisiese comerse realmente al hijo de alguien. Una vez de vuelta en la habitación, ella dio unos golpecitos en el cristal y les saludó con la mano, para después comenzar a bailar con el pequeñín. Ash se frotó la frente como si le doliese la cabeza.
— ¿Por dónde íbamos?
— Te preguntaba por qué querías darme trabajo temporal en Nueva Orleáns.
— Porque Talon necesita ayuda.
— Y yo me pregunto qué va a decir Talon de esto.
— Te dirá que no me pongas de mala leche.
Gallagher se rió del comentario.
— Está bien entonces. Lo tomaré como una advertencia.
Ash ladeó la cabeza para mirar a la chica y a los niños que estaban en la habitación.
— Puedes quedarte con los Peltier en el Santuario. Pero mantente alejado de Etienne, o te meterá en problemas. Y hablando de problemas, mejor me voy antes de que uno de esos niños acabe en un cartón de leche.
Gallagher observó a Ash, que se precipitaba al interior de la habitación y apartaba a una niña de los brazos de Simi. La chica se alejó bailando hasta llegar junto a otro pequeño. Gallagher sacudió la cabeza ante el extraño fenómeno, y se dirigió al ascensor para volver a la planta baja y comprobar el estado de su paciente. Aún estaba recordando a Ash y a la tal Simi, cuando pasó junto al mostrador de la planta.
— ¿Todavía está aquí? —le preguntó la enfermera tan pronto como levantó la vista y le vio.
— Sí. Quiero saber cómo está la chica.
— La señorita Turner se pondrá bien. Hemos llamado a sus padres, pero viven en el norte de Mississippi, así que la recogerá su compañera de habitación.
Gallagher suspiró aliviado y agradecido. La chica no corría peligro.
— Dijo que si aún se encontraba en el hospital, quería verle.
Él dudo.
— No sé.
La enfermera se levantó de la silla y le palmeó el brazo.
— ¡Oh, vamos! —Le dijo echando la cabeza hacia atrás— Sólo quiere darle las gracias.
— No es necesario que lo haga.
— Ajá, todos necesitamos que nos den las gracias. Venga.
Antes de cambiar de opinión, dejó que la enfermera le guiara hasta la pequeña sala de urgencias, separada del pasillo por unas cortinas. La morenita estaba sentada en la camilla y llevaba un exagerado vendaje en el cuello. Los enormes ojos verdes tenían una mirada un tanto desencajada, pero se alegraron en cuanto le vieron.
— ¿Cómo estás cielito? —le preguntó la enfermera.
— Muy bien —dijo con voz pastosa—. ¿Éste es el hombre que me salvó?
— Sí, señorita. Sólo vino para asegurarse de que estás bien —le dirigió una sonrisa a Gallagher y se marchó para dejarlos solos.
La chica jugueteó nerviosa con la manta que la cubría.
— Gracias. De verdad.
Gallagher asintió con la cabeza.
— Fue un placer. Me alegra haber podido encontrarla en el momento oportuno.
— Sí, a mí también.
Gallagher se dio la vuelta para marcharse, se sentía incómodo.
— Bien, tengo que… —y su voz desapareció al entrar otra jovencita en la habitación. Era alta, debía medir un metro sesenta aproximadamente, de pelo negro y ojos de un azul profundo. Era preciosa.
— ¡Jenna! —gritó al ver a su amiga en la camilla— ¡Gracias a Dios que estás bien! La mujer que llamó me dijo que te habían asaltado.
Los ojos de Jenna se llenaron de lágrimas.
— No sé qué ocurrió. Lo último que recuerdo es que salía del coche. Si no hubiese sido por él, probablemente ahora estaría muerta.
La chica se dio la vuelta y se quedó helada. Miraba a Gallagher como si acabara de ver a un fantasma. Él le devolvió la mirada con actitud desafiante.
— ¿Pasa algo? —le preguntó.
Ella frunció el ceño.
— No —contestó agitando la mano como si intentara despejarse—. Lo siento, es que me recuerda usted a alguien.
Claro, eso explicaba su extraño comportamiento.
— ¿Algún antiguo novio?
— No, a mi bisabuelo.
El comentario le hizo gracia.
— Eso no es muy halagador que digamos. Pensaba que estaba bastante bien para mi edad —la chica se rió.
— No, me refería a que… Bueno, no importa.
Jenna ladeó la cabeza mientras le observaba.
— Tienes razón, Rose. Se parece mucho a él.
Rose. El nombre le golpeó como un mazazo. Antes de que pudiera moverse, la chica se le acercó y sacó un medallón de oro grabado que llevaba debajo del jersey marrón. Él conocía muy bien ese medallón; desde el dibujo que formaban los diamantes y granates, hasta la inscripción de la parte trasera: Para mi Rose. Feliz aniversario. 1930
La chica abrió el medallón y le mostró las fotografías del interior. Una era la que Rosalie le había pedido que se hiciera pocos meses antes de morir, y la otra, era de su hijo a los dos años.
— Mire —dijo la chica mostrándole la fotografía—, se parece usted a mi bisabuelo Jamie.
Gallagher tragó saliva con el corazón en un puño. Quería tocar el medallón, pero le temblaban tanto las manos que no se atrevía a intentarlo.
— ¿Dónde conseguiste eso?
— Mi bisabuela me lo dio la primavera pasada. Me llamo como ella, y por eso quería que yo lo tuviera —le confesó sonriendo con tristeza y cerró el medallón para devolverlo a su lugar, bajo el jersey—. Mi padre dice que el bisabuelo Jamie era un gángster, pero no me lo creo. La abuelita Rose jamás se habría casado con alguien así. Era una santa.
Respirar, debía seguir respirando y luchar contra el deseo de estrecharla entre sus brazos y romper a llorar. Era su biznieta. Rosalie. Esta vibrante joven era el lazo viviente que le ataba a su esposa. Cuando fue capaz de hablar, su voz sonó ronca y espesa.
— Debe haberte querido mucho para darte un regalo como ése.
— Lo sé. Lo llevó puesto todos los días de su vida hasta que me lo regaló. A veces me pregunto si murió por no llevarlo; si separarse de él fue demasiado duro para ella —y se sonrojó—. Lo siento. No sé por qué le estoy contando esto. Es extraño, ¿verdad? Lo de que se parezca usted tanto y todo eso.
Gallagher se aclaró la garganta.
— Sí; es extraño —no podía apartar los ojos de ella. No había mucho de él ni de Rosalie en la chica, pero sentía el lazo que les unía en lo más profundo del corazón. Ella era su familia, y no podría decírselo jamás. Al igual que no pudo decírselo a su padre, ni a su abuelo. Gallagher había vendido su alma a cambio de poder vengarse, y se había visto obligado a volver a las sombras y ceder el cuidado de su familia a unos extraños. Pero al menos, había tenido la compañía de los Escuderos. Tras convertirse en un Cazador, ellos mismos se habían encargado de enviar a gente que se ocupase del bienestar de su familia. El gobierno había dejado a Rosalie sin nada; había confiscado incluso sus propiedades legítimas, dejándola desamparada. Los Escuderos le dieron un trabajo, y algunos años más tarde, se encargaron de que Rosalie comenzara a salir con uno de ellos, un tipo bastante apuesto con el que acabó casada. Harry se ocupó de enviar a Gallagher fotos y noticias de su hijo y sus nietos. El Consejo de los Escuderos había asegurado la seguridad y el bienestar de su familia, mientras él vagaba persiguiendo y cazando Daimons; ésa era su nueva ocupación. Ash le advirtió que iba a ser duro.
— Mientras tus descendientes sigan vivos, la idea de la familia te perseguirá y torturará. Pero lo superarás… con el tiempo.
Otros Cazadores se lo habían confirmado, pero en ese momento, con su biznieta plantada delante de él, no lo creía posible. ¡Dios, era tan injusto! A causa de la avaricia y del egoísmo de un tipo, le habían arrebatado todo por lo que había luchado. O, quizás, ésta fuera la forma de expiar la vida violenta que había elegido. Un desconocido apartado del mundo, sin posibilidad de regresar a él. No podría volver a estar con los suyos jamás. Y esa verdad le dolió. Exhausto y herido, se disculpó con las chicas y salió del hospital.
La calle estaba totalmente desierta. A esas horas, todo el mundo estaría refugiado en la calidez de sus hogares. Pero no había calidez para Gallagher en ningún lugar. Y dudaba de que volviera a haberla de nuevo. Sólo la había sentido junto a su esposa.
Regresó al coche y se dirigió hacia el Santuario, el bar de motoristas que regentaba el Clan de los Osos, uno de los Clanes Katagarios -animales que podían adoptar forma humana. Aparcó el coche en el garaje privado situado en frente del bar. Un muchacho rubio entró y le miró con cautela, preparado para enfrentarse a él en cualquier momento.
— ¿Quién es usted? —le preguntó.
Gallagher no le conocía, pero se parecía lo suficiente a los Peltier para suponer que se trataba de uno de sus numerosos hijos.
— Mi nombre es Gallagher. ¿Y el tuyo?
Antes de que el chico pudiera contestar, Elizar Peltier salió por la puerta trasera. Llevaba la melena rubia y rizada recogida en una coleta para apartarla de la cara; vestía unos chinos negros y una sudadera negra muy holgada.
— Jamie Gallagher… —dijo lentamente—. ¡Que me aspen! —Empujó al chico hacia la puerta del garaje—, Kyle, dile a mamá que ponga un plato de ternera y coles. Tenemos un Cazador Oscuro que necesita comer.
El joven pareció irritado ante la orden.
— No soy de tu propiedad, Zar. Quieres que le diga…
Zar volvió a darle un empujón, estaba jugando con el muchacho.
— Vamos, cachorro, antes de que te haga daño.
El chico no parecía muy complacido ante la idea de obedecer a Elizar.
— ¿Un nuevo miembro de la familia? —preguntó Gallagher.
Zar asintió.
— Sólo tiene veintisiete años, y aún está aprendiendo a controlar sus… ¿cómo diríamos? Sí: habilidades.
Según el cómputo del tiempo de un Cazador Oscuro, Gallagher estaba aún tan verde como Kyle.
— ¿Tanto hace desde la última vez que estuve aquí?
— Creo que han pasado unos veinte años, más o menos, desde que gozamos del placer de tu última visita.
El tiempo era verdaderamente efímero para un inmortal.
— Y todavía te acuerdas de mi comida favorita.
Zar se encogió de hombros.
— Nunca olvido a un amigo.
Ni Gallagher; eran pocos y se encontraban muy lejos. Zar le guió hacia el edificio adosado al bar, al otro lado de la carretera. Construida a principios de siglo, el Hogar de los Peltier era la Casa de la Familia Katagaria y de su dispar grupo de refugiados. La casa estaba unida al bar a través de una puerta en el piso inferior, permanentemente custodiada por uno de los once hijos de Peltier. En contraste con otras Familias Katagarias, obligadas a huir para salvar sus vidas de los ataques de los Arcadios, los Peltier –gracias a la ayuda de Acheron- habían logrado construir un verdadero hogar en el corazón de Nueva Orleáns. En el mundo de los Cazadores eran legendarios, ya que acogían a cualquiera que lo necesitase como si de un amigo se tratara ya fueran Cazadores Oscuros, Centinelas, Guardianes de los Sueños o cualquier otro. No importaba la naturaleza en tanto en cuanto se tuviese un buen comportamiento y se guardasen las armas; si se cumplían esas dos condiciones, cualquiera podía pasar y vivir en paz. Los que no cumplían la regla de la casa de No Derramar Sangre, eran descuartizados antes de poder darse cuenta.
La elegante mansión Victoriana estaba totalmente en silencio, excepto por el amortiguado sonido de los Howlers, que actuaban en el escenario del bar. La casa estaba decorada con costosas antigüedades, tan viejas como el propio edificio. Al Clan de los Osos no le gustaban los cambios. Y Gallagher apreciaba esa cualidad. De algún modo, era como volver a sentirse en casa.
— ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —preguntó Zar mientras le acompañaba hasta una de las habitaciones de invitados subiendo por las escaleras talladas a mano en madera de caoba.
— Hasta Año Nuevo —y Zar asintió.
— Mamá se alegrará de saberlo. ¿Necesitas que te envíe a alguno de los cachorros con ropa o cualquier otra cosa?
— No, gracias. Acabo de regresar de Houston y tengo una maleta en el coche; he estado ayudando a Pagan durante unas semanas.
— Le diré a Kyle que te la suba —y le mostró a Gallagher la habitación del fondo del vestíbulo.
Al entrar, se encontró una estancia agradable y acogedora; no demasiado grande, pero tampoco excesivamente pequeña. Las ventanas estaban provistas de postigos y cubiertas por gruesas cortinas que le mantendrían resguardado de la luz del sol. Zar le mostró el baño, contiguo a la habitación, el armario y un bureau en cuyo interior se hallaba disimulado un televisor en el que podían verse todos los canales por cable que uno quisiera. Después, señaló a una mesa de ordenador junto al bureau.
— Tienes instalación para un módem, por si has traído tu portátil.
Gallagher curvó los labios en una especie de sonrisa.
— Todas las comodidades del hogar.
— Eso intentamos. Aún recuerdo los días en los que estábamos obligados a huir y a permanecer ocultos, sin posibilidad de disfrutar de un solo lujo, cuando debíamos dejarlo todo atrás para poder seguir con vida.
Lo que no mencionó Zar fue el hecho de que, en una de esas ocasiones, sus dos hermanos mayores murieron porque volvieron en busca de una muñeca que su hermana había olvidado. No había modo de calmar a Aimee, y sus hermanos sólo querían verla feliz. Puede que los Katagarios fuesen animales, pero tenían un corazón que podía rivalizar con el de cualquier humano.
— ¿Quieres que te suba una bandeja o prefieres comer abajo?
—Comeré abajo —dijo Gallagher. Para sus esquemas nocturnos era aún temprano, y todavía le quedaban un par de horas más para cazar.
— Entonces, tómate unos minutos para instalarte y reúnete con nosotros cuando estés listo.
Gallagher siguió a Zar con la mirada hasta que despareció por la puerta, mientras los recuerdos y sentimientos le atravesaban. Apreciaba la amabilidad de los Osos al ofrecerle su hogar, pero cambiaría todo su dinero y su inmortalidad por pasar una sola noche junto a su mujer y su hijo. Una sola Navidad para poder estar junto a ellos y observar cómo el rostro de Rosalie se iluminaba al abrir un regalo. El dolor de su pérdida le atormentaba. Pero no quería sentirse así; no quería sufrir y desear cosas que jamás podría tener. Se sentó en la cama y se quedó allí, con la vista clavada en la pared. Podía ver el rostro de su biznieta, y se preguntaba si regresaría a casa para estar con la familia. Y, con respecto a eso, también se preguntaba si él mismo debía regresar a casa. Al menos, Chicago le resultaba familiar.
Repentinamente cansado, se dejó caer sobre la cama para descansar tan sólo un instante. Cerrar los ojos un momento y recordar la época en que había sido humano. Una época en la que había estado rodeado de amor…
* * *
Jamie tiritaba mientras observaba el escaparate de la tienda de Macy. Había una enorme colección de bufandas de lana; el tipo de bufanda que su madre siempre se detenía a contemplar con admiración. ¡Cómo deseaba poder regalarle una! Pero a los nueve años, era muy consciente de su pobreza, y del hecho de que era muy probable que jamás pudiese acceder a algo tan hermoso para regalárselo a su madre. Deprimido, se dio la vuelta para marcharse y topó de bruces con un hombre. Agachó la cabeza esperando el merecido golpe por su torpeza.
— ¿Estás bien? —preguntó una voz profunda y melódica cargada de preocupación.
— Sí, señor —dijo alzando los ojos, muy, muy arriba hasta poder ver la cara del hombre, que era del tamaño de un gigante— ¡Me cago en diez! —Musitó— Es usted tan alto como una montaña.
El hombre le dedicó una ligera y amable sonrisa mientras se ponía en cuclillas a su lado. Recogió el sombrero de Jamie del suelo, lo limpió y se lo colocó de nuevo en la cabeza. Aquel hombre llevaba un traje negro, muy caro, con un abrigo largo, también negro. No había ni una mota de polvo en ellos, ni un remiendo. Nunca había visto a nadie que vistiera con tanta elegancia. Su pelo, corto y negro, estaba peinado a la moda bajo un carísimo bombín. Jamie no podía apartar la mirada de los ojos de aquel tipo: eran como el agua, se agitaban en remolinos de azul y plata, conseguían atraparle.
— ¿Qué mirabas en el escaparate? —preguntó el hombre.
— Las bufandas.
El tipo les echó un vistazo.
— Tienen pinta de abrigar.
— Ya lo creo. A mi madre le encantaría tener una.
El hombre se puso en pie e inclinó la cabeza, señalando con el gesto la puerta del establecimiento.
— Vamos dentro, Jamie. Encontraremos una muy vistosa y bonita que la haga feliz.
— Pero señor, yo no tengo dinero.
— No pasa nada. Yo tengo mucho y quiero gastarlo.
Una vez estuvo dentro del resplandeciente interior de la tienda, Jamie cayó en la cuenta de que le había llamado por su nombre.
— ¿Le conozco de algo, señor?
Negó con la cabeza mientras cogía una bufanda de un rojo chillón y se la tendía.
— El rojo es su color favorito, ¿verdad?
— Ajá, pero no se la pondrá por miedo.
El hombre asintió con un gesto y la volvió a soltar.
— Tu padre se enfadaría otra vez con ella. ¿Qué tal una azul que haga juego con sus ojos?
— ¿Cómo sabe usted eso? —el hombre no contestó y se limitó a guiarlo por la tienda escogiendo regalos para él y su familia. Jamie estaba atónito por la generosidad del desconocido.
— Pero… señor. No puedo aceptar todo esto. Mi padre no lo entenderá.
— Esta Navidad no se enfadará contigo, te lo prometo.
Buen conocedor de las atrocidades que su padre cometía bajo los efectos del alcohol, Jamie no acabó de creerse las palabras del hombre.
— ¿Y cómo lo sabe?
— Lo sé.
Una vez que todo estuvo pagado, el hombre salió de la tienda por delante de él y paró un taxi. Era para Jamie. Pagó un extra para que el chico pudiese ir tapado con una manta que le mantuviese los pies abrigados. Nadie había sido nunca tan amable con él.
— ¿Volveré a verle alguna vez?
El rostro del hombre adoptó una expresión mortalmente seria.
— Un día volveremos a vernos, pero para entonces, no me recordarás.
— Jamás le olvidaré.
El extraño sonrió con amabilidad y colocó mejor el sombrero de Jamie.
— Sé un buen chico, Jamie. Que pases una feliz Navidad con tu familia.
El taxi se alejó volando del desconocido. Jamie se levantó en el asiento, apoyándose sobre las rodillas para poder mirar al hombre, que se había dado la vuelta y caminaba calle abajo.
* * *
Gallagher se despertó y descubrió que había estado tres días durmiendo. No recordaba haber soñado.
— ¿Por qué me habéis dejado dormir tanto? —preguntó a Mamá Lo Peltier tan pronto como salió de su habitación y se la encontró en el salón de la primera planta.
En su forma humana era una mujer exquisita, alta y rubia, que vestía casi siempre trajes elegantes. Aunque no aparentaba más de cuarenta años, se acercaba ya a los ochocientos.
— Acheron dijo que necesitabas descansar, y yo estuve de acuerdo.
— Pero, ¿tres días? —la mujer se encogió de hombros.
— ¿Te sientes mejor?
Ciertamente sí; al menos, físicamente se encontraba mejor. Acababa de oscurecer. Era Nochebuena. El Clan de los Osos se reunía poco a poco en los dos grandes salones de la planta baja, decorados con un par de altísimos árboles de navidad. Gallagher se mantuvo al fondo de la estancia, observando al cada vez más numeroso grupo de Katagarios y Arcadios que habitaban en el hogar de los Peltier, y que se reunían para la inminente celebración.
Serre y Alain Peltier se encontraban allí con sus parejas y sus cachorros. Los oseznos escalaban las montañas de regalos e intentaban subir a los árboles de navidad, mientras sus padres –que mantenían sus formas humanas en consideración a Gallagher- les ponían de vuelta en el suelo.
Justin Portakalian bajó las escaleras en forma de pantera y cogiendo a uno de los cachorros por el cuello, lo hizo rodar juguetonamente por el suelo mientras Marvin, en forma de mono, chillaba nervioso e intentaba saltar a la espalda de Justin para dar una cabalgadita. Era la reunión navideña más grotesca que Gallagher había visto en sus más de cien años de vida. Se sentía fuera de lugar, mucho más desplazado que cuando llegó tres días antes. Cuando los miembros de los Howlers se unieron a la fiesta, Gallagher decidió que necesitaba un poco de aire fresco y un respiro para aclarar sus ideas. Encontró a Mamá Lo en la puerta.
— ¿Estás bien?
Gallagher le contestó con una sonrisa.
— Un poco agobiado. Volveré en unos minutos.
La mujer le dio unas palmaditas en el brazo y le dejó para reunirse con su familia. Él se dio la vuelta en el vano de la puerta y miró el caos que se había formado en el salón. Realmente, ésa era la palabra: caos.
Cerró la puerta tras de sí y se adentró en la fría y oscura noche, vagando sin rumbo por el Barrio Francés. Antes de reaccionar, se encontró delante de la Catedral de San Luis. Hacía mucho tiempo que no entraba a una iglesia. Sólo había unas cuantas personas acercándose al lugar. Sin duda, la mayor parte de los parroquianos esperaría hasta la hora de la Misa del Gallo. Comenzó a dar la vuelta para alejarse, pero en lugar de ello, su cuerpo siguió a las personas que se encaminaban hacia el interior. El vestíbulo de la iglesia estaba oscuro, pero con su vista de Cazador podía ver con claridad, y se dirigió hacia la pequeña pila de agua bendita en la pared de la izquierda, al lado de la Sacristía. Se persignó con el agua y abrió las puertas de madera oscura que llevaban al interior. La belleza de los murales y de las imágenes le devolvió con rapidez a los días de su infancia, cuando él y sus hermanos hacían pasar verdaderos suplicios a su madre con sus travesuras y ella se veía obligada a acorralarles entre los bancos de la Catedral de San Patricio. Siempre iban a la Misa del Gallo en Nochebuena; sin importar el tiempo que hiciese ni la salud de su madre.
Gallagher hizo una genuflexión, se persignó de nuevo y se sentó en la última fila de bancos. Podía sentir a Rosalie en aquel lugar; como buena creyente y practicante, jamás se había saltado un día de precepto ni una festividad católica. Y él la había acompañado sumisamente, enfrascado en un mar de dudas. Siempre paciente, Rosalie se sentaba a su lado, le daba una palmadita en el brazo y sonreía satisfecha consigo misma por haber conseguido algo que parecía imposible.
— Te echo de menos, Rose —dijo con el corazón en la garganta y un dolor insoportable en el pecho provocado por su ausencia. Quería quedarse allí donde percibía su presencia, pero no podía hacerlo. Ningún Cazador podía permanecer mucho rato en una antigua iglesia antes de que los fantasmas del pasado le atormentaran. Y en ese momento, se encontraba muy débil para enfrentarse a ellos. Se puso en pie y, silenciosamente, regresó a la pila de agua bendita y salió a la calle. Hacía frío, pero nada que ver con el aire gélido de Chicago o con la frialdad que se extendía en su interior. Bajó por la calle Chartres, pero en realidad, no sabía hacia dónde se dirigía. No tenía deseos de volver al Santuario y no había necesidad de cazar en Nochebuena; puesto que la mayoría de los humanos se quedaban en casa con sus familias, los Daimons solían hacer lo mismo.
— ¡Hola hola!
Se detuvo ante la ya familiar voz cantarina. Se giró y se encontró a “Simi” tras él.
— ¡Hola! —contestó; esperando encontrarse con Ash junto a ella, pero, aparentemente, estaba sola. Simi se acercó hasta él dando saltos. Realmente no había otra manera de describir su forma de andar, feliz y despreocupada.
— ¿Qué haces tan solo en la calle? —Preguntó la chica— ¿No te acuerdas del camino de regreso al Santuario? —Y señaló con un dedo el camino hacia donde se dirigía— Está justo allí. Los Osos son muy fáciles de localizar casi siempre. Puedes escucharlos cantar a kilómetros de distancia.
— No; quiero estar solo un rato.
Simi se encogió de hombros y frunció el ceño.
— ¿Por qué? ¿No se portaron bien contigo? Mamá Lo se pone un poco grosera conmigo cuando juego con los cachorros; se cree que voy a comerme a alguno, pero no me gustan. Demasiado peludos. Pero, si me dejara arrancarle la piel a alguno, seguro que no me lo pensaba.
Gallagher rió sin darse cuenta apenas.
— ¿Eso es una broma?
— ¡Oh, no! Nunca bromeo sobre los pelos en la comida. Son asquerosos —le confesó mirándole—. Si no fueron groseros contigo, ¿por qué te marchaste entonces?
— No lo sé. Supongo que no me sentía a gusto allí.
— ¿Por qué?
Obtuvo un encogimiento de hombros a modo de respuesta.
— ¿Y tú qué haces aquí fuera?
— Nada. Akri ha salido con ese demonio de pelo rojo, así que me dijo que podía irme a jugar, siempre y cuando no me comiera nada que no estuviese cocinado por un humano. Pero me he dado cuenta que mis lugares favoritos están cerrados; y eso no me gusta nada. Así que he pensado en hacer una visita a los Osos y ver si José –que es humano y no un Oso- me prepara algo bueno para que akri no se vuelva loco si me lo como.
— ¿Akri es Ash?
— Sí.
— ¿Y el demonio pelirrojo?
— Artemisa, esa diosa ladina. Tú la conoces. Es la que te robó tu alma.
— No la robó.
Simi le hizo una pedorreta.
— Por supuesto que lo hizo. Ella lo roba todo.
La chica se puso de puntillas para mirarle a los ojos.
— ¡Oye! —Gritó mientras le cogía la barbilla para poder moverle la cabeza a uno y otro lado, examinándole a fondo— Hay dolor ahí dentro. Eso hará que akri se ponga muy triste. No le gusta que sus Cazadores Oscuros sufran, y a Simi no le gusta que akri se ponga triste. ¿Por qué sufres?
— Echo de menos a mi familia.
Mientras asentía enfáticamente con la cabeza, le soltó.
— Yo también echo de menos a la mía. Mi mamá era muy buena. Solía jugar conmigo a todas horas. “Simi”, me diría “te quiero”. Así sabía yo que me quería. Akri también me quiere —ladeó la cabeza un poco para mostrarle los cuernos, cubiertos, en esta ocasión, por lo que parecían ser unos gorritos tejidos a mano— Mira, akri incluso me regala calentadores para que no se me enfríen los cuernos. ¿Tú también quieres calentadores para tus cuernos?
Ésta debía ser la conversación más extraña de su vida. Y no sabía por qué seguía allí, hablando con ella. Quizás se debía a la manera infantil con la que se comportaba; había un aura de inocencia a su alrededor.
— Yo no tengo cuernos.
— ¿Quieres unos? —Preguntó esperanzada— Puedo regalarte unos de colorines. Akri tiene unos negros, pero no deja que nadie los vea.
— ¿Ash tiene cuernos?
— ¡Oh, ya lo creo! Son preciosos; no tanto como los míos, pero están muy bien. Simi te diría que ojalá los vieses, pero si lo hicieras, morirías; y creo que Simi te echaría de menos, tú también pareces muy majo.
Gallagher frunció el ceño. Esa chica era un ser muy extraño. La observó mientras rebuscaba en su gigantesco bolso. Tras unos segundos, sacó una manopla para el horno en forma de pez y se la ofreció.
— Esto también es de calidad. De QVC. Mi teletienda favorita. ¿Tú también ves QVC?
— No.
— Pues deberías. Me encantan todos sus productos. Akri dice que estoy enganchada, pero no se queja mucho cuando compro. A ellos también les gusto mucho. Me sacan en el programa y me llaman Señorita Simi. Me gusta.
Gallagher le devolvió la manopla.
— ¡Oh, no! Eso es para ti. Los regalos traen felicidad. Y Simi quiere que seas feliz.
Sí; indudablemente éste era el momento más extraño de su vida. Tanto de la mortal como de la inmortal.
— Gracias, Simi.
Simi restó importancia al agradecimiento con un gesto de la mano.
— No hace falta que me des las gracias. Eso es lo que hacen las familias. Se cuidan los unos a los otros.
El estómago se le encogió al escucharla.
— Hace mucho que no tengo familia. Tuve que abandonarles.
— Todo el mundo tiene una familia. Yo soy tu familia. Akri es tu familia. Incluso esa apestosa y vieja diosa es tu familia. Es como esa tía rancia y horripilante que viene de visita y que nadie quiere, por eso cuando se marcha todos se ríen de ella.
Gallagher se rió de nuevo.
— ¿Sabe que tú hablas así de ella?
— Por supuesto. Se lo digo a la cara todo el rato. Por eso akri me dice que me vaya a jugar cuando está con ella. No le gusta que nos peleemos —le agarró de la mano y continuó hablando—. Escúchame y te diré una cosa que akri me dijo en una ocasión. Tenemos tres tipos de familia: aquéllos de los que nacemos, aquéllos que nacen de nosotros y aquéllos que llevamos en el corazón. Yo te llevo en mi corazón, así que Simi es ahora tu familia, y no te dejará marchar. Si estás triste, supongo que será porque tu familia aún está en tu corazón, y ocupan tanto espacio que no te queda lugar para nadie más —le dijo dándole unas palmaditas en el centro del pecho—. Mira, mi mamá está todavía en mi corazón, pero también está akri, y Zoe, y Braz, y Kyrian y mucha más gente que he ido conociendo a lo largo de los siglos. Tú también estás ahora en mi corazón. Tu problema es que debes aprender a seguir adelante.
— No puedo dejar atrás a los míos.
— Y no debes hacerlo. Jamás. Nadie debe olvidar a los seres amados. Pero tu corazón es sorprendente. Siempre puede hacerse más grande para seguir metiendo tanta gente como necesites. Los que vivan en él, no se marcharán jamás. Es una especie de casa. Simplemente haces sitio para una persona más, y después para otra, y otra, y otra. Es como comprar en QVC, cada vez que lleno una habitación de objetos, akri me hace una habitación nueva. Siempre hay espacio para mucho más.
Quizás esas palabras encerraban algo de verdad. Con las manos entrelazadas, Simi comenzó a andar instando a Gallagher a que la acompañara.
— Toda tu familia es feliz ahora. Quiero decir, que no estaban felices cuando tú desapareciste, pero no vamos a regresar a ese momento. Han aprendido a aceptar a otros, y ahora son personas felices. Han seguido adelante, y tú necesitas hacerlo también para poder ser feliz. ¿No quieres que Simi sea tu familia?
Se sentía un poco mareado por la rapidez de la conversación y sus cambios de tema. Simi se inclinó ligeramente hacia él y le susurró.
— Ahora es cuando tú dices: “Sí, Simi, me encantaría que formaras parte de mi familia.” Porque, si no lo haces, entonces tendré que sacar otra vez mi manopla y asarte en la barbacoa. Akri aún está un poco molesto por el último Cazador Oscuro que asé hace ya… ¡oh! Más de mil años. Tiene memoria de elefante para recordar ciertas cosas. Así que dime, ¿quieres que Simi forme parte de tu familia?
Gallagher sonrió sin darse cuenta.
— Sí, Simi, me encantaría que fuésemos familia.
Ella sonrió satisfecha.
— Bien. Eres un Cazador bastante listo. No me extraña que le gustes a akri.
Antes de ser consciente de lo que ocurría, Simi le había llevado de vuelta al Santuario. Abrió la puerta y se quedó allí, esperando que él entrase. El alboroto de un rato antes no era nada comparado con el que había ahora. Había cuatro halcones apoyados sobre la barra de una cortina, bailando al ritmo del villancico, en versión rock, que los Howlers (adoptando su forma humana) estaban cantado, mientras Dev Peltier tocaba el piano. Un tigre blanco estaba echado panza arriba sobre el sofá, y Marvin, el mono, se dedicaba a saltar alegremente sobre su barriga. Un enorme oso negro –seguramente Aimee Peltier-, daba de comer sándwiches de mantequilla de cacahuete a unos cachorrillos. Una pelirroja con una cicatriz en la mejilla se acercó hasta ellos y dio un enorme abrazo a Simi.
— ¡Oye! Pequeño demonio, ¿dónde has dejado al jefe?
Simi encogió los hombros.
— Está atendiendo a Su Majestad “Soy Peor Que Un Grano En El Culo”. ¿Cómo estás Tabitha? ¿Vendrán tu hermana y Kyrian?
— Llegarán mañana. Las náuseas matinales atacaron a Amanda justo cuando se preparaban para salir, y Talon dijo que estaría aquí tan pronto como pudiera.
Las dos mujeres se perdieron entre la multitud. Gallagher permaneció en la puerta, observando la juerga. Arcadios, Katagarios, Cazadores Oscuros, demonios, humanos y quién sabe qué más, se encontraban reunidos en el salón. Según las leyes, no deberían mezclarse, y aún así, todos estaban juntos. Unidos por algo más que la sangre. Unidos por sus corazones.
Colt se acercó hasta él. Un Centinela Arcadio; su trabajo consistía, técnicamente, en perseguir y dar caza a los Katagarios. Pero muchos años atrás, los Peltiers habían rescatado y protegido a la madre de Colt, y tras la muerte de ella, se habían encargado de criar al muchacho. Era leal al Clan de los Osos, tanto como cualquier hijo natural de los Peltier. Sonriendo, sacó una manopla para el horno en forma de piña del bolsillo trasero de su pantalón.
— Hombre, Gallagher, debes estar muy considerado. Has conseguido uno de los peces. Yo sólo conseguí una asquerosa piña.
— ¿Qué? ¿Es que le da una manopla a todo el que se encuentra?
— De eso nada. Sólo a la familia.
Gallagher miró a su alrededor, y vio algo que no había notado antes. Todos tenían una manopla.

2 comentarios:

  1. Bueno, "pequeños fragmentos" según la etiqueta, pero de pequeño este fragmento no tiene nada.

    Yo también empezaré a regalar manoplas, mola. Y me regalaré una a mi también, que yo también quiero una, jum! Me encanta Simi, que mona. Y creo que ya no tengo nada más que comentar, hala!

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  2. Menudo tocho... t'has pasao, no? xDDD

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